QUIZÁ ESTE MOMENTO...

QUIZÁ ESTE MOMENTO...
La vida es un discurrir de momentos. Suelen sucederse sin que apenas reparemos en lo que nos están ofreciendo. Y, sin embargo, en algunas ocasiones, alguno de ellos, se hace presente y nos hace ser conscientes de nuestra propia existencia...

lunes, 22 de abril de 2013

ANÉCDOTAS DE TERTULIA


Ramiro de Maeztu escribió que Valle-Inclán fue un inmenso actor a quien el mundo entero servía de escenario, el amo del minuto en donde se encontrase y que había nacido para decir la última palabra, la más arbitraria de todas las palabras, sobre todos los temas del cielo y de la tierra. Y Miguel de Unamuno corroboraba: "Fue el actor de sí mismo, vivió, esto es, se hizo en escena. Su vida, más que sueño, fue farándula". En fin, a punto de ser encarcelado en la Cárcel Modelo de Madrid, por negarse a pagar una multa impuesta con motivo de unos incidentes ocurridos en el Palacio de la Música -incidente transfigurado literariamente en un escena de Luces de Bohemia-, el dictador Primo de Rivera no dudó en calificarlo como “eximio escritor y extravagante ciudadano”.
Juan Ramón Jiménez, en una página admirable y digna de reproducir por su extraordinaria plasticidad, describe a Valle-Inclán como centro y protagonista de una de aquellas tertulias literarias, rodeado de un variopinto y estupefacto auditorio:
"Y al final de su perorata policroma, musical, plástica, había siempre una frase dinámica, ascensional, de espesa caída de oro vivo, que subía, subía entre el coreo y el vítor generales y daba en lo más alto de su poder un estallido final, el trueno gordo, como un gran punto redondo, áureo y rojo un instante, negro luego y desvanecido en lo más negro. Valle-Inclán se quedaba abajo enjuto, oscuro, ahumado, en punta a su frase, como un árbol al que un incendio le ha volado la copa, un espantapájaros con rostro de viento, como el castillo quemado de los fuegos de artificio. Todos entonces, camareras, soldados, niños, poetas, que se habían mantenido a distancia por el respeto inconsciente al incendio de la belleza, peligro de vida y muerte, se acodaban a él riendo, y lo zarandeaban un poco de la manga vacía, mirándole al arriba sin corona, con sombrero nada más. Y todavía caían aquí y allá, de sus ojos irónicos y cansados de prestidigitador, de astrólogo, de mago, de brujo, entre su ceceante sonrisa y los hilos cenizos de su barba de cola de caballo, algunas coloridas, débiles, sordas bengalas". 
Esta era la cara, la figura más externa, provocativa, extrovertida y radicalmente inconformista del gran escritor gallego que es necesario completar con la otra, como bien sabían y decían sus amigos, la de "un caballero sin mendiguez ni envidia" (Antonio Machado), la de un hombre dulce e infantil, modesto, tímido y pudoroso, insobornable e infatigable buscador y cultivador de la belleza y el arte en la perfección de su obra literaria, con una exigente voluntad de estilo que le obligaba a escribir muy despacio pero continuamente -"cada párrafo que escribe le cuesta una semana de trabajo; cada cuento un trimestre(Ramiro de Maeztu)-, porque para él el arte era la suprema razón de su vida.
Domingo García-Sabell dejó constancia de una curiosa y significativa anécdota, muy poco divulgada, oída de boca del escritor gallego, de la que son protagonistas Rubén Darío, Miguel de Unamuno y el propio Valle-Inclán, y en la que éste demuestra, además de su sensibilidad, la perspicacia psicológica y la libertad para condenar, sin pelos en la lengua, la miserable cicatería de don Miguel ante la nobleza y generosidad de Rubén:
"Estamos en el Madrid de 1900. Una tertulia de café en torno a Rubén Darío. El poeta nicaragüense, con sorda y monótona voz, está haciendo un encendido elogio de don Miguel de Unamuno. Cuando concluye, alguien no muy bien intencionado, dice: «Pues Unamuno no le corresponde a usted en el entusiasmo». Y echando mano al bolsillo de la chaqueta, extrae un periódico en el que se inserta un artículo de don Miguel. El trabajo es una feroz diatriba contra Darío en la que, entre otras cosas, el gran vasco afirma que al poeta se le ven todavía las plumas de indio que lleva dentro de sí. Rubén pide el diario y lee en silencio, con patética, dramática calma. Se hace una pausa embarazosa. Rubén reclama una copa de coñac que sorbe rápidamente, y se hunde, serio, taciturno, en el diván. La conversación salta a otros temas. El poeta sigue pidiendo coñacs, y cuando la tertulia toca a su fin, de toda la rueda de amigos sólo quedan Darío y Valle-Inclán. Nuestro escritor intenta animar al abatido lírico, ya semi borracho, que, según don Ramón, era muy sensible a las valoraciones críticas de la vida literaria. «No haga usted caso. Eso -señalando al periódico- no tiene importancia. Unamuno ahora habla así y mañana puede decir lo contrario. Vámonos a tomar el aire.» Pero Rubén niega con la cabeza y se obstina, enquistado, en su desalentador silencio. La ronda de las copas prosigue y don Ramón abandona el café, dejando en él, con tristeza, a un Rubén Darío deprimido y oscuramente beodo.
Transcurren pocos días y, de nuevo en la tertulia, el poeta lee a los amigos una carta que se dispone a remitir al catedrático de Salamanca: «Admirado señor: He leído su artículo. Yo había escrito antes otro sobre usted, sobre su obra. Ahí va. Quiero decirle que yo remito hoy mi trabajo a Buenos Aires, para publicarlo en La Nación, sin quitarle ni añadirle una coma, con la constancia de mi admiración rendida hacia todo lo que usted ha producido. Y firmo esta carta con una de las plumas de indio que, según usted, aún llevo dentro de mí.»
Todos -el primero don Ramón- celebran el nobilísimo gesto de Rubén Darío.
Al cabo de unos meses don Ramón y Unamuno se encuentran en la calle. Pasean juntos un rato y, de pronto, la charla recae sobre la figura de Rubén. «Con este hombre -dice don Miguel- me ha ocurrido una cosa notable y desconcertante.» Y Unamuno refiere, punto por punto, la historia de los artículos y la carta que Valle-Inclán ha vivido muy directamente. Y en ese instante, don Ramón se exalta, engalla la voz, extrema el gesto y suelta esta magnífica tirada: «El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, porque Rubén y usted son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es holgazán, etc. Pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etc. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable. Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso, etc. Por eso, cuando Rubén se muera y se le pudra la carne que es lo que tiene malo, le quedará el espíritu, que es lo que tiene bueno, ¡y se salvará! Pero a usted, cuando se muera y se le pudra la carne, que es lo que tiene bueno, le quedará el espíritu, que es lo que tiene malo, ¡y se condenará!». Aquí don Ramón hacía una pausa, se mesaba lentamente las barbas y, en un tono confidencial, como quien comunica un grave secreto, concluía: «Desde entonces, Unamuno anda muy preocupado».

Miguel Díez R. 2006
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid


jueves, 11 de abril de 2013

LA BREVEDAD

¡Es tan corta la vida!
He salido a pasear bajo la lluvia de Abril presintiendo esa brevedad en las primeras horas de esta mañana mansa, callada y desierta. 
La vida está llena de sensaciones que se evaporan, que vuelan sobre el mar de nunca jamás y que, a veces, como si fuera brisa renovada, pasan a velocidad imposible por delante de los ojos. Quizá no alcancemos a verlo, a verlas, pero el frío espléndido del paso del viento te puede dejar marcado para siempre. 
De repente me entran ganas de llorar. 
Quizá la vida siga siendo...
Simplemente siga siendo.