La mañana se vio inundada por la luz del sol, cálida y repleta de tonos rojizos, que presagiaban el cambio de estación. El día anterior había llovido con ganas. Una lluvia persistente y tenaz que amenazaba con quedarse, con hacernos vestir de nuevo los impermeables. Sin embargo, al anochecer sopló el viento. Un viento que no dejó nada en su sitio, que desplazó las nubes hacia otras tierras, que se coló por todas las rendijas, que espantó la humedad del ambiente, que limpió las callejuelas y dejó todo listo para que aquella mañana oliese a primavera.
Animadas por la temperatura, salimos a dar un paseo por los campos después del desayuno. Era relativamente temprano y apenas había ruidos que perturbasen el comienzo del día. Tan solo nos llegaban los cantos de los pájaros y los sonidos de nuestras propias pisadas por las veredas que se abrían a las afueras del pueblo. El tiempo parecía acomodarse a nuestro caminar relajado y el aroma de la jara estimulaba nuestra respiración, que se fue haciendo profunda y serena, sosegada y agradecida, mientras íbamos dejando atrás las casitas blancas y los últimos cercados.
Fue una visión inesperada. Al alzar los ojos lo vimos en la lejanía. Mis hijas, que por entonces eran pequeñas, se quedaron sorprendidas y en su inocente imaginación preguntaron si aquello era un río de leche. Lo cierto era que lo parecía. Las pequeñas flores acuáticas que inundaban la superficie del agua a lo largo de toda la extensión del río que abarcaban nuestros ojos, no se percibían como tales. Era su blancura la que se apreciaba convirtiendo el agua en leche, como si un viejo maná hubiese sido dejado allí por las ráfagas del aire, como si la madre naturaleza se hubiese acordado de pronto de dar de mamar a sus criaturas.
Ocurrió hace muchos años, pero lo recuerdo como si hubiese sido ayer.
Llevo días acordándome de aquel momento. Deben ser mis ganas de primavera las que me lo traen una y otra vez a la memoria. No necesito ni cerrar los ojos para rememorarlo. Ocurre, simplemente, que dejo de percibir lo que me rodea y solo alcanzo a ver aquel río de leche, blanco, hermoso, tierno... y su reflejo en la mirada de mis hijas.
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