Las nubes empezaron a oscurecer el cielo.
Llegaron inesperadamente,
sin haber sido convocadas por un mal día,
matizando de grises
los tonos de la existencia.
Luego, a lo lejos, se dejó ver la luz del rayo
rasgando la densa humedad de la niebla.
Algo más tarde, el trueno
hizo añicos el silencio...
Miré anhelante al todo y a la nada,
esperando un aguacero
que perfumaba, antes de aparecer,
que perfumaba, antes de aparecer,
el aire de la tarde
y que irrumpió despacio,
adueñándose sin prisas del tiempo,
dejando caer gruesas y lentas gotas de agua
que se estrellaban sin ruido contra todo.
Y me acordé, de manera irremediable,
de Giorgione,
de Rousseau,
de Shakespeare,
de Platero...
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