La Catedral de Ginebra conserva casi escondida entre sus columnas la silla de Calvino, quizá el más grande teólogo protestante. Es una silla pequeña, casi frágil, de hermosa madera cubierta por el brillo de los siglos.
No cuesta imaginárselo allí sentado, sumido en sus reflexiones, armándose de la lógica para persuadir a sus interlocutores, irradiando autoridad, poniendo al descubierto toda su formación heredada del estudio del Derecho y las Humanidades, concentrado en su preocupación por renovar la relación entre Dios y los hombres, cambiando las ideas, las palabras... Se dice de él que era de estatura mediana, mirada penetrante, frente despejada, hombros cargados, y que su pelo tenía el color de las castañas. Que era alegre dentro de los muros de su casa, que tenía costumbres sencillas y que era tratado con respeto por sus amigos. Que no conocía el descanso, que nunca se sometió a ningún voto religioso, que no le preocupaban las riquezas y que enseguida se adivinaba su fuerte carácter.
Me paré a mirar largo tiempo la silla mientras pensaba que todos nuestros actos tienen consecuencias, y que a pesar del tiempo que ha pasado, algo ha quedado de este hombre en el espíritu de los suizos: esa tendencia a la rectitud, al gusto por la vida activa y por la aplicación al trabajo en beneficio de la utilidad pública. Y pensaba también que justo en Suiza, donde la ética de la Reforma tuvo tanta influencia y donde se forjó la lucha antipapista, las Catedrales se abren hoy día tanto al culto católico como protestante. Maneras diferentes de entender la relación con Dios y con los hombres, antaño enemistadas, profundamente separadas, comparten hoy las hermosas estructuras de piedra de sus Iglesias para celebrar sus vivencias de la Fe.
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