Me vestí de añoranza. Imágenes y recuerdos de tiempos pasados en los que, el contacto diario con la naturaleza y los quehaceres a los que me obligaba, pautaban la sucesión de mis días y mis noches.
Al salir del teatro, ya en la plaza, descubrimos a los músicos. Dos hombres y una mujer jóvenes tocaban hermosas melodías que salían alegres de la percusión, del acordeón y de los instrumentos de cuerda, entroncándonos con la tierra. Estaban situados justo detrás de la iglesia, con las piedras centenarias como fondo de escenario, bajo la luz tenue de la pequeña luna creciente, acompañados por la noche y el silencio del entorno.
Enseguida se formó un pequeño auditorio a su alrededor. La música ponía un leve movimiento en los pies y un suave balanceo en el cuerpo.
Un pequeño e inesperado concierto...
Pensé que bastaba muy poco para llegar a ese estado de ánimo que llamamos felicidad. Que era fácil conseguirlo si estábamos atentos a los regalos de lo cotidiano. Que no es necesario moverse demasiado para viajar lejos. Que podemos respirar el perfume de la vida más allá de nuestras pequeñas cotidianidades. Que somos capaces de trascender lo pequeño.
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