Tengo una pequeña colección de bolas de nieve que son recuerdos de lugares que han visitado personas muy queridas y también buenos amigos. Saben que me encantan y no dudan en adquirir alguna que sea representativa del sitio donde han estado para regalarme a la vuelta del viaje disfrutando de antemano de lo contenta que me voy a poner. La mayoría son pequeñas por aquello de que no ocupen mucho espacio en el equipaje y no acrecienten el peso de las maletas, pero también las hay de mayor tamaño e incluso tengo una que ameniza su visión con una pieza de música clásica. Mis bolas viajeras han venido de Madrid, de París, de Sicilia, de Roma, de Berlín, de Nueva Yorck, de Londres, de Suiza, de Viena, de Budapest, de Egipto, de Córcega, de Portugal, de Eslovaquia, de Praga, de Frankfurt, de la Ruta 66, de Bulgaria...
No sé explicar por qué, pero la realidad es que me fascinan y contemplarlas deja en mí un rastro perdurable de buen humor, de curiosa ternura al voltearlas para ver caer lentamente los minúsculos copos de nieve que crean ese ambiente de ensueño. Cada una de ellas contiene otros mundos, diminutas evocaciones, ecos de tierras lejanas, pequeños guiños de esferas perfectas donde nieva durante todo el año.
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