Corría a cargo de Senén Rivero, a quien admiro por su concienzuda labor de investigación, por su curiosidad en el ámbito cultural, por su amor a la tierra y al pueblo al que pertenece, y por la sencillez con la que viste su manera de andar por el mundo.
La sala de la Fundación Cardín estaba llena de personas deseosas de recobrar la memoria sobre un pasado protagonizado por sus padres, abuelos y bisabuelos, de darse un paseo por el tiempo a través de los documentos desempolvados y las imágenes en blanco y negro que nos hablaron de otras inquietudes sociales e intelectuales, de rostros cercanos con matices antiguos, de calles apenas reconocibles, de un edificio con olor a vida.
No era mi caso. Yo no tengo aquí mis raíces, ni ninguno de mis antepasados estuvo aquí antes que yo. Soy la primera de mi familia que habita esta tierra y que la ha elegido para establecerse. Mi contacto con el Ateneo de Villaviciosa pertenece a una historia relativamente reciente. Y aún así disfruto de un tiempo pasado en este espacio que presenció mi incursión en el mundo del teatro y fue testigo de vivencias teñidas de camaradería, de esfuerzo, de risas, de nervios, de interminables tardes de charla, de concentración en el acto creativo de la interpretación.
En el salón de actos pasábamos el frío propio que proporcionan las amplias estancias de techos elevados y desprovistas de toda fuente de calor. Olía a humedad y las maderas crujían quejándose de los años. Los altos ventanales iluminaban, según la luz del día, el ya destartalado patio de butacas que un día amaneció aplastado por las vigas de la techumbre. Y a pesar de ello, seguimos ensayando en un escenario desde el que se podía ver caer la lluvia dentro. Lluvia convertida en espectadora de primera fila. Lluvia protagonista de la decadencia de un edificio destinado a hacer florecer la cultura. Agua que entraba libremente y a raudales presagiando un temido y triste abandono.
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