Me miró tranquilo.
- "¿Sabes que acaban de decirme?... Que no pierda el norte".
- "¿Y qué contestaste?", quise saber yo.
Se quedó callado largo tiempo con su ojos aún en los míos.
Tenía en ellos el cansancio acumulado de años difíciles.
Sus manos permanecían entrelazadas sobre la mesa, quietas, ennegrecidas, ásperas y pacientes.
Había en su rostro un intenso juego de luz y sombra propiciado por la infinidad de surcos que se extendían en todas direcciones, como si de un campo arado por un loco se tratase.
Finalmente esbozó una pequeña y tímida sonrisa.
- "Les he dicho que nunca he sabido manejar la brújula".
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