Ahora no le quedan apenas hojas, pero, aún así, su figura se recorta imponente contra el cielo plomizo. Yo le llamo el "viejo druida". Su tronco está recorrido por una suerte de venas de madera que se pegan y se funden en él como las varices en las piernas fibrosas de los ancianos. En primavera es frondoso, y al cobijo de sus ramas hacen nido multitud de pájaros y juegan las ardillas al escondite. Algunas tardes, cuando poso mis manos sobre él y acaricio las huellas de su larga existencia, percibo el calorcillo de la corteza y la vida que subyace en su quietud.
Su presencia empequeñece la mía. Siempre. Y lejos de incomodarme, me trae de vuelta a una realidad que se me escabulle en el diario ajetreo: la natural pertenencia al hábitat.
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