A pesar del sol, hizo frío casi de continuo. A las siete de la mañana de cada día que allí pasé, la luz entraba ya a raudales por el enorme ventanal de la estancia donde dormía interrumpiéndome el sueño y sacando mis pies fuera del abrigo del edredón. Nadie solía estar levantado a esas horas, salvo mi hija mayor que aparecía poco después y con la que compartía el desayuno antes de que se marchara a trabajar, aprovechando esos escasos minutos para la mutua compañía.
Era ese momento, el de la primera hora de la mañana, el más adecuado para apreciar y paladear lo que estaba suponiendo el viaje y solía escaparme a dar un breve paseo. Me encantaba ir fijándome en las bonitas casas, en las gentes con las que me encontraba, en el olor a comida que perfumaba el aire, en la tranquilidad que solo el aire alteraba de cuando en cuando con sus potentes ráfagas, en la limpieza de sus calles...
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