La gente, toda la gente, parece ir con prisa a cualquier parte. Es la ciudad del movimiento. La que nunca duerme. La que no se para. La que siempre ofrece algo que hacer. La ciudad en la que casi todo sucede, en la que casi todo está permitido. La del anonimato más absoluto.
La lluvia cae sobre Nueva York lentamente, casi sin sentir, apenas sin molestar.
Y allí, en una calle cualquiera, un hombre negro arranca notas al saxo para acompañar la presencia del agua, para impregnar de melancolía desgastada el ajetreado paso de las gentes, para ignorar, si quiera momentáneamente, el implacable anonimato del que se viste la ciudad.
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