Era casi mediodía. La mañana estaba agradable y la gente se había animado a salir a las terrazas para conversar a la sombra de los toldos y tomarse bebidas frías. Se oía el murmullo de las conversaciones entremezclándose unas con otras, algunos retazos de risas, voces diversas con hermosos contrastes en la sonoridad y el timbre, variedad de temas en torno a las reuniones de cada mesa, relajación en el descanso ocioso de los cuerpos sobre las sillas...
Era casi mediodía cuando el afilador dobló la esquina ajeno a la inactividad que nos ocupaba. Apareció allá a lo lejos, al fondo de la calle, con su paso lento y cadencioso, casi desganado, como si la bicicleta y la piedra de amolar le pesaran en los hombros. Apareció tranquilamente, ajeno también a la sorpresa que me produjo, aproximando a mi memoria otras imágenes similares de viejos afiladores de mi infancia. Me resultó casi anacrónica su presencia en ese día de verano ofreciendo su oficio a consumidores de usar y tirar, gentes como somos ya nada acostumbradas al arte de la reparación y la recuperación.
Su silbato se oyó de pronto por encima de todos los sonidos. Las notas, seguidamente ascentes y descendentes, hicieron que las miradas se volvieran hacia él: "Afiladooooooooooor. Se afilan cuchillos, tijeras, navajasssssss. Se arreglan paraguas... Afiladoooooor". Y el chiflo sonó nuevamente para dar rotundidad a su presencia y a su proclama.
Pasó despacio por el pasillo que dejaban las mesas dispuestas en la calle. Pasó llevando su viejo oficio a cuestas. Pasó con la serenidad en el semblante tan propia de las personas sin prisas. Pasó sin detener su mirada en nadie. Pasó dejando ecos en el recuerdo, sonrisas en mi cara, y miradas curiosamente desconcertadas en los niños que contemplaron su paseo...
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