El sol ha dejado el aire con una temperatura de casi treinta grados y la pereza pegada a cualquier intención de actividad humana. No hay sombras en esa luz que hiere aún sin abrir los ojos. Todo parece quieto.
No llevo bien estas temperaturas. Añoro incesantemente las ráfagas de aire fresco, los nublados del cielo, la percepción exacta de los colores sin la interferencia de la pátina blanca. Y deseo que llueva... Procuro no decirlo en alto para que nadie me mire mal, para que los que están deseando días de piscina y playa no piensen que soy una agorera. Pero deseo que el agua caiga momentáneamente y me devuelva con su frescura las ganas de salir, de moverme, de hacer cosas...
No me importa abrir el paraguas en verano. E imploraré que se acaben poniendo de moda la sombrilla de las damas blancas de los tiempos de antaño...
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