Nunca antes había tenido la oportunidad de acercarme a La Mancha para ver los molinos, esos famosos gigantes contra los que combatió Don Quijote. Toqué sus construcciones encaladas, entré en ellos, miré por los ventanucos que se abren a los diferentes vientos, comprendí su engranaje y eché de menos el tacto rugoso de la harina recién molida.
Hice la ruta del hidalgo para llenar la mirada con su espíritu y verle en cada trozo de tierra seca, en el rostro curtido de cada caminante, en el aroma de los pueblos, en las aspas quietas. Y, entonces, rememoré a García Lorca: "Sin ningún viento, ¡hazme caso! Gira, corazón; gira, corazón".
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