Luego vino todo lo demás: sus fachadas desconchadas, sus paseos bordeando los canales, sus hermosos palacios, sus rincones más íntimos, sus puentes escalonados, sus plazas con pozos, sus museos, su teatro, su Basílica, sus minúsculos jardines, sus iglesias (tantas como las islas que la componen), sus góndolas negras y ligeras, su bullicio interminable, sus sonidos...
Me cautivó desde el primer momento. Quise comprender por qué los enamorados la eligen como destino considerándola el marco perfecto para cualquier historia de amor. Y no lo entendí del todo. Recordé lo que Tiziano Scarpa señalaba en su pequeña guía sobre Venecia y que venía a decir que todo es tan bello que se hace casi necesario que la persona que llevamos al lado lo sea en la misma medida para no quedar ensombrecida por el entorno.
Si, todo es bello, incluso en la decadencia que se percibe en sus edificios. Todo llama la atención y te hace quedar embelesado, invitándote a usar la imaginación para desplazarte en el tiempo y recobrar la ciudad que fue y, desde ahí, vivirla. Y así la anduve paseando de un lado para otro para descubrir sus barrios y percibir sus diferencias, tocando sus piedras, dejándome deslumbrar por los brillos del agua, deslizándome por sus canales, encaramándome sobre sus puentes, haciendo fotos tratando de que el gentío quedase a mi espalda para capturar momentos de soledad de la isla siempre habitada.
Y me llené hasta el alma del olor a jazmín que invadía sus rincones. Intenso. Dulce. Penetrante. Siempre presente en cada uno de los días de finales de primavera que allí pasé.
Venecia me acompañará siempre con esa facultad que tiene de eternizar el tiempo, con la increíble belleza de su madurez serena, profunda y misteriosamente perfumada.
hola
ResponderEliminarHola...
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