QUIZÁ ESTE MOMENTO...

QUIZÁ ESTE MOMENTO...
La vida es un discurrir de momentos. Suelen sucederse sin que apenas reparemos en lo que nos están ofreciendo. Y, sin embargo, en algunas ocasiones, alguno de ellos, se hace presente y nos hace ser conscientes de nuestra propia existencia...

sábado, 23 de julio de 2011

PERSONAS (1993-2008)





ANTONIO
Cuando llegó para ser acogido en el Centro, pensé que era uno de los hombres de raza gitana más guapos que yo había visto jamás. Era más bien alto, de tez morena, y unos ojos negros y grandes por los que se le iba la vida. Apenas hablaba, y su semblante serio hacía que repararás en él.
El Centro no llevaba mucho tiempo abierto, de hecho Antonio era uno de nuestros primeros expedientes. Era de Oviedo de “toda la vida”; su familia vivía en el barrio de Ventanielles, y eran un montón de hermanos, casi todos ellos con problemas de consumo de drogas.
Fue el primer caso de SIDA terminal con que trabajamos. Estaba extremadamente delgado, y según avanzaban los días el deterioro físico se hacía cada vez más latente. Corría el año 1993, y el SIDA era por aquel entonces sinónimo de muerte. Los tratamientos eran muy agresivos, y se realizaban casi de forma experimental con los pacientes. Aún así, la tasa de mortandad era muy elevada, y se daba por hecho que la muerte acechaba en intervalos cortos de tiempo.
Antonio se hizo querer. No es que fuese simpático, que no lo era (no estaba en una situación que le permitiese serlo), ni tampoco era abierto, ni espontáneo, ni un don Juan pese a lo hermoso de sus rasgos. Se hizo querer por su desvalimiento, por su dejarse hacer, por su quietud, y por saber esperar sin lamentarse y sin desesperación. En algún momento creí que había mucho de derrota, de falta de lucha, en su actitud; luego me di cuenta que sencillamente le faltaban las fuerzas.
Al principio hacía una vida más o menos normal. Realizaba las tareas, salía a la calle, comía y veía la tele con todos los demás en la sala… Pero enseguida se nos empezó a poner peor. Día a día bajaba de peso. Recuerdo que una vez tuve que acompañarle al centro de salud para que le pusieran una inyección para la crisis infecciosa que tenía, y me quedé espantada cuando vi su desnudez: era como tener delante a alguien que se estaba muriendo de hambre, era un esqueleto cubierto de piel. La enfermera y yo nos miramos en silencio. No hubo palabras. Me pregunté dónde diablos iba a ponerle la inyección porque no había músculo que coger. Antonio temblaba. Creo que fue consciente de nuestro pensamiento. Intenté hacer un comentario trivial y cómico sobre lo que le iba a doler la inyección. Él callaba. La enfermera pinchó como pudo la descarnada nalga, y Antonio respiró tranquilo.
A los pocos días se puso peor. Ya era incapaz de levantarse de la cama, y las inyecciones y la atención médica tenían que realizarse a domicilio. Le ampliamos la estancia de forma indefinida hasta poder encontrarle un Centro sanitario dónde le pudiesen ofrecer los cuidados que necesitaba.
Había que darle el puré con jeringuilla, había que lavarle, le tuvimos que poner dodotis… Y cada vez que entrábamos en la habitación, íbamos con el miedo de encontrarle sin vida. Su respiración se hacía tan tenue en algunos momentos, que teníamos que acercar el oído, o fijarnos muy bien en los movimientos del tórax, para saber que respiraba.
Fue desesperante la lucha que mantuvimos con los servicios sanitarios para poder derivarlo a un sitio adecuado. Estaba empezando a quedarse deshidratado y necesitaba suero por gotero. Al tratarse de una enfermedad crónica, los hospitales no le hacían el ingreso; tan solo en los momentos de crisis podía pasar unos días en un centro hospitalario, porque en cuanto le bajaba la fiebre, nos lo mandaban de nuevo para el Centro.
Nos dedicamos entonces a buscar algún sitio alternativo, pero todo resultaba infructuoso. Al final nos hablaron de un Centro al que llamaban el “alto de la madera” por la localización geográfica que tenía. Una de nuestras compañeras fue a visitarlo y a plantear el caso. La dijeron que sí, que podíamos llevarlo, pero ella vino desolada contando que era un lugar tristísimo y descuidado, y al que poco menos que la gente iba a morir.
Se nos calló el alma a los pies. Y empezó otra clase de lucha… más sutil y más dolorosa… el tener que tomar la decisión.
Antonio se nos moría. Creo que en la mayoría de las ocasiones estaba en un estado semiinconsciente del que salía sólo para abrir aquellos ojos, enormes y negros, por los que se le iba la vida. Aprendí a poner una sonrisa a esos ojos que me miraban para no alertar de lo trágico. Él me miraba en silencio. Le expliqué que teníamos que llevarle a otro lugar para que le cuidasen mejor, que necesitaba cosas que nosotras no podíamos ya darle, que no era un sitio agradable, pero que al menos podrían enchufarle un gotero y tendría una mayor atención médica… Intentaba animarle… y animarme.
El resto de los usuarios asistía a todo el proceso con una cierta inquietud. Emocionalmente estaban divididos: todos querían a Antonio y sentían una inmensa lástima al verlo así, paro al mismo tiempo les incomodaba la presencia de la enfermedad y la cercanía de la muerte.
Llegó el día en que vinieron a llevárselo. Antonio abrió de nuevo los ojos. Sacó fuerzas para cogerme la mano, y me acerqué a él. Movió los labios, pero no entendí lo que decía. Me acerqué más. “Gracias”, entendí. Y entonces la que me quedé callada fui yo.
Antonio murió a las pocas semanas. Fuimos a visitarlo con frecuencia. Nos avisaron por teléfono de su fallecimiento. No pude llorar. Simplemente me quedé en silencio.

ENCARNACIÓN
Era pequeña, pizpireta, alegre, simpática, guapa como ella sola, y tenía mucha vida de calle detrás de sí. Conectamos enseguida. A ella le gustaba reírse y a mí me gustaba usar con ella ese humor irónico que la sacaba de quicio. Había llegado de Andalucía hacía poco tiempo, y se le pasaban los días buscándose la vida como buenamente, o malamente, podía. Se drogaba, se prostituía, se peleaba, se enternecía… Era un polvorín de actividad.
Tuvo varias acogidas periódicas. En las últimas venía con una pareja que “se había echado”. Se llamaba Manuel y era hijo de una de las mejores familias de letrados de Oviedo. Un chico alto, rubio, de los que llevan la “pijería” en los genes, tan pillado a las drogas como ella, pero con el respaldo y la preocupación de una familia por detrás. Ella no tenía a nadie.
Se llevaban bien. Él era tan salado que nos decíamos muchas veces que qué pena y qué desperdicio de chico; y nos preguntábamos cómo había podido acabar saliendo con una chica como Encarni. Aunque la respuesta nos la daba su sola presencia: su remango, su buen humor, su alegría…
Encarni también tenía VIH, pero el SIDA aún no había entrado en escena.
Recuerdo que se le empezó a poner mal un ojo. Me decía que no veía bien, que era como si tuviese cataratas. La derivamos al médico de Medicina interna del hospital para que se lo mirase. Resultó ser una cándidas que trataron con infinidad de colirios y antibióticos, sin resultado alguno porque ya lo tenía muy avanzado. El diagnóstico, después de un tiempo de sucesivos tratamientos, fue demoledor: había que sacarle el ojo porque había riesgo de que la infección por cándidas se pasase al otro ojo.
Se le calló el alma a los pies. Me pasaba ratos inmensos con ella en el despacho, convenciéndola de que tenía que hacerlo si no quería quedarse ciega. Y mientras, la cepillaba el pelo, o la ayudaba a maquillarse, o elegíamos juntas la ropa de guerra que iba a vestir aquel día….
Solo tomó la decisión cuando el ojo sano empezó a verse afectado. La operaron, y cuando le dieron el alta nos llamaron desde el hospital preguntando si nos la podían derivar para los cuidados del post operatorio. Les dijimos que si. Llegó con el ojo tapado, y con el mismo humor de siempre.
La alegría le salía a Encarni por los poros, incluso a su pesar.
El mal trago llegó cuando entre los cuidados que debía tener estaba el de echarle colirio en la cuenca vacía tres veces al día. Algunas de mis compañeras no pudieron con el encargo. Lo hacíamos entre las que menos impresionables éramos. Pero la verdad es que impresionaba.
A ella le gustaba que lo hiciese yo. Me preguntaba qué se veía en el ojo, y yo intentaba tranquilizarla diciéndole que no gran cosa, un pedacito de carne sonrosado al separar los párpados. A veces se quedaba seria y lloraba.
Intentaba animarla tratando de recuperar su coquetería, haciéndola ver que siempre podía recurrir a un ojo de cristal cuando estuviese bien saneada la cuenca vacía, y que en el peor de los casos siempre sería la pirata más guapa de todos los mares llegada a tierra firme… Nos reíamos. Y ella me besaba.
Empezó a mejorar. El daño del ojo sano permaneció estable y ella iba a todas partes con su parche de pirata.
Su relación con Manuel continuó. Yo la decía que se acordase siempre de que si no valiese tanto como valía no habría podido retener a su lado a un mocetón tan guapo como Manuel, a no ser, claro, que esa brujilla que llevaba dentro hubiese dado con una pócima para mantenerle embelesado, que nunca se sabe… Nos volvíamos a reír, y ella me contestaba que para hablar de brujas estaba yo, que era la que tenía la escoba más grande…
Luego les perdimos la pista durante una buena temporada. Cuando volvieron a dar señales de vida, ella estaba bastante peor, mucho más enganchada a las drogas y con la salud por los suelos. Él acabó en la cárcel de Villabona, y ella con unos y otros para buscarse la vida. Creo que no debía aparecer por el Centro por vergüenza, esa estúpida vergüenza que les asalta cuando temen decepcionar a alguien. Yo le mandaba recado de que viniese por otros usuarios. Pero no volvió. Supimos al poco tiempo que se había muerto por SIDA en el hospital, y que al no tener noticia de su familia, nos llamaban a nosotras como referencia dada por ella. Cuando nos dieron la noticia me di cuenta de todo lo que me había querido, y de todo lo que la quería.

PABLO
Fue un episodio de violencia que, pese a estar ya acostumbrada a que se produjesen altercados, me hizo pasar miedo. Yo estaba trabajando en turno de tarde, y acababa de marcharse mi compañera tras ponerme al día de lo ocurrido en la mañana. Serían alrededor de las 16 horas. El Centro se encontraba inusualmente vacío porque todos los usuarios habían salido, y los cuatro que quedaban se encontraban durmiendo la siesta. En el despacho, charlando tranquilamente nos encontrábamos una voluntaria, una trabajadora social ya jubilada que llevaba años prestando servicios de voluntariado con nosotras, y yo. Las dos estábamos relajadas y nos reíamos de algún comentario hecho en la conversación que manteníamos.
Pablo era un usuario conocido de hacía mucho tiempo. Nunca había dado problemas a nivel de comportamiento. Todo lo contrario. Siempre nos había manifestado su aprecio, y su actitud siempre había sido buena y colaboradora. Había sido consumidor de heroína, pero ahora su consumo se había modificado y se metía fundamentalmente coca.
No había venido a comer, y, según las normas, no podía merendar al haber faltado a la hora de la comida. Con esta medida se pretendía que regulasen un poco su horario de comida, y se acostumbrasen a comer algo caliente y no a tirar de bocata. En una palabra, evitar aquello de “no voy a comer, pero luego me paso y cojo un bocata”. Es algo aceptado y comprendido, y la verdad es que siempre resulta efectivo porque se consigue que vengan a comer, y que de pasar de algo, sea de la merienda y no del plato de cuchara caliente y de la relación “en la mesa”.
Llegó de repente. Entró en el despacho queriendo que le diésemos la merienda. Le dije que no había venido a comer y que no se la iba a dar, que tendría que esperar a la noche para cenar. Y, también de repente, se puso como una fiera. Sin control. De una forma desmedida, sin entrar en razones. Yo estaba sentada en la silla detrás de la mesa, y la voluntaria estaba en un lateral de la mesa de pie. Todo fue muy rápido. De pronto me vi con su puño a escasos centímetros de mi cara, con la mesa del despacho volcada sobre mí y yo arrinconada, sentada entre la mesa y la pared. La voluntaria no reacciono del susto que tenía. Pablo daba voces, golpes a diestro y siniestro, me empujaba contra la pared, me amenazaba, escupía de la rabia que le salía por la boca… Creí que me acabaría pegando. Me quedé muda, no podía articular una palabra. Solo quería que se calmase y que se marchase de allí.
Pero no lo hizo hasta que se cansó. Solo relajó un poco cuando comenzó a ver que aparecían usuarios por la puerta del despacho atraídos por los golpes y las voces a ver qué pasaba. Estaba tan fuera de sí que ni siquiera el resto de los chicos del Centro se atrevió a reaccionar.
Sin dejar de dar voces y puñetazos, salió del despacho y subió a la habitación a dormir. Aquello que había pasado le costaba la expulsión, pero yo estaba tan asustada que no me atrevía a subir y decirle que se tenía que marchar. Pablo, que ya sabía que le íbamos a echar, me había dicho que como le echase me daba una paliza que me iba a dejar irreconocible, que lo intentase siquiera… Llamé a una compañera y le conté lo que me había pasado, y fue ella quien se encargó de llamar a la policía y luego se acercó hasta el Centro a echarme una mano. Cuando la policía apareció. Pablo se marchó sin más problemas. No volvió a dar señales de vida. Nunca más apareció por el Centro, y apenas si se le ha visto por Oviedo.
La explicación que le doy a aquel episodio fue la de un consumo excesivo de coca. Pero tanto nos asustó el comportamiento, que nos llevó a solicitar de la directiva un apoyo de otra educadora en los turnos. Lo cierto es que ese estallido de violencia no solo se dio en Pablo, sino en más usuarios, y pienso que coincidió con la introducción de la coca y su consumo. Era más fácil conseguir cocaína que heroína, y la coca que venía era de buena calidad. Los chicos al no estar acostumbrados a las dosis se pasaban y presentaban episodios de conductas alteradas… y peligrosas.
Lo ocurrido me hizo caer en la cuenta del lado “peligroso” de nuestro trabajo, de que nunca estamos preparados para la adecuada reacción ante episodios de violencia, de que el miedo está ahí y que nos juega malas pasadas. Me enseñó a descubrir mis propias limitaciones y mi propia indefensión. Y me hizo ver lo importante que somos todos dentro del equipo, lo tranquilizador que es saber que cuando tú no puedes hacer, están los otros para hacer por ti.

MANUEL
Es usuario del Centro desde hace un montón de años. Tiene alrededor de los 50 años, es serio, más bien callado, alto y delgado, y de una bondad ya casi inexistente. Aunque los años no perdonan, y tampoco el consumo y la calle, no siempre estuvo tan deteriorado como ahora, y aún así puede pasar muchas veces por una persona “normalizada”.
Manuel pertenece al grupo de personas que te dan tranquilidad y seguridad si las tienes cerca. Si pasa algo en el Centro, y él está acogido en la casa, sabes que siempre saldrá en defensa tuya. Todos los educadores, sin excepción le apreciamos. Siempre dispuesto a colaborar. A veces, con el afán de agradar, tiene tal hiperactividad que acaba poniéndonos nerviosos.
Fui sabiendo algo de su vida muy poco a poco. Es parco en palabras cuando de lo que hay que hablar es de sí mismo. Supongo que estuvo observando hasta que se convenció de que podía tener confianza.
Es hijo de la revolución del 68, y su vida tiene mucho de los vestigios bohemios de todo lo que significó aquella época. Se marchó muy pronto de su casa. No finalizó ningún estudio. Y se dedicó a deambular de un sitio para otro por todo el territorio nacional, trabajando aquí y allá, compartiendo vida y vivencias con distintas gentes y personajes.
Le encanta leer, y tiene una cultura alimentada por una curiosidad insaciable en lo que a la naturaleza humana se refiere, y a las manifestaciones creativas, en todas sus vertientes, del ser humano. Llegó a conocer a Serrat, a pintores y escritores de renombre, a músicos (estuvo viviendo un tiempo con el hermano de Micke Jagger), le encanta el cine y la filosofía.
Su adicción a las drogas es producto de un ambiente muy concreto y de una época muy determinada, cuando el fumar porros, el beber o el iniciarse en el LSD o la heroína, respondía a una forma diferente de ver el mundo.
Recuerdo que una vez me senté con él a charlar despacio de esos tiempos pasados que siempre se nos antojan mejores, y en el transcurso de la conversación le pregunté qué le pasaba en lo referente al trabajo. Tenía mis motivos para hacer esa pregunta. Es un hombre muy trabajador y válido para cualquier oficio, y al que acompaña siempre un carácter tranquilo y educado, pero que nunca aguanta en un puesto laboral demasiado tiempo.
Me miró serio y no dijo nada. Yo tampoco. Me limité a esperar. Volvió a mirarme, y tampoco habló. Volví a repetirle la pregunta “¿por qué Manuel?”.
“Porque no soporto la injusticia y el mal hacer de las personas”, me dijo. Volví a preguntar: “¿qué quieres decir con eso?”. Y entonces me contó que nunca había durado en los sitios porque en cuanto ve algo que no le gusta lo dice, y eso siempre incomoda. Si ve que a algún compañero se le trata mal, o es objeto de burla, o se le hace de menos, u ocurre algo que no está en su sitio, Manuel sale en su defensa y dice lo que piensa a quien sea necesario. Y, claro, eso no gusta a nadie, sobre todo cuando la persona a la que llamas la atención es alguien de responsabilidad en la empresa. Y, o lo acaban echando, o se acaba marchando él.
Tiene una tendencia innata a la melancolía, y a veces le sorprendo con los ojos húmedos al escuchar una canción, o al contemplar como va llegando la noche, o al escuchar a otra persona contar el sufrimiento o los miedos que le embargan. Esa exquisita sensibilidad le hace sufrir más de lo que debe. Se ha acostumbrado a la soledad, pero sé que cada vez le va pesando más.
Muchas veces me pregunto qué será de su vida. No es un candidato fácil para el ingreso en una Comunidad terapéutica porque le pasa lo mismo que con los trabajos, que no se calla si algo no le gusta, y en un mundo de normas eso hace de él un inadaptado. Incluso, cuando algo ve en el Centro que no le gusta, enseguida viene a decírmelo, aún cuando se trate de dejar en evidencia la actuación de alguna de mis compañeras. Sabe que no le voy a echar por eso, pero también sabe que voy a intentar disculpar “el error”, y que voy a tratar de hacerle ver las cosas en su justa importancia. Suele escucharme y suele “obedecerme” porque me tiene por una persona buena. “Nadie es bueno” le digo. “Unos más que otros” me contesta. Nos reímos, y seguimos charlando de libros, de música, de alguna película. A veces se olvida de la tristeza y nos gasta bromas… Y a veces también, le veo tan desvalido, que me produce una ternura infinita. Tengo la certeza de que si todos nos pareciésemos un poco a él, el mundo sería un poco mejor.

JUAN CARLOS
Era pequeño de estatura. Muy moreno. Cojeaba visiblemente de una pierna a causa de problemas en la cadera. Había nacido en Portugal, pero su familia se había trasladado a España siendo él y sus hermanos muy pequeños, y se habían criado en la cuenca minera. Su rostro estaba lleno de profundas cicatrices y sus dientes eran grandes y desiguales. Podía producir rechazo su fealdad a no ser por la ingenuidad de su mirada. Es la persona más cariñosa que yo he conocido jamás. Aún ahora me produce una pena terrible saber que ya no está con nosotros, que se murió un día y nos dejó a todos traspuestos, preguntándonos si era posible que se pudiese morir alguien así.
Su problema de consumo venía referido a la heroína y al alcohol, pero yo jamás le vi colocado. Su comportamiento en el Centro era ejemplar, y quería a todas las educadoras con una sinceridad abrumadora.
Pasó temporadas largas con nosotras por una u otra causa: algunas desintoxicaciones, operación de la cadera, convalecencia, apoyo para buscar trabajo…, y era considerado uno más “de la familia”.
Algunos de sus hermanos y hermanas seguían residiendo en la cuenca minera, y él tenía relación con ellos, aunque no querían involucrarse demasiado en su vida. Juan Carlos respetaba y entendía esa decisión, pero de vez en cuando se dejaba caer por allí y les hacía una visita. Había algo de complicidad entre los miembros de la familia que se manifestaba en un “estar ahí” en los momentos graves y al mismo tiempo un no querer saber más de lo razonable en el resto del tiempo.
Un día le pregunté el por qué de las cicatrices de la cara y la lesión de la cadera, creyendo que había sido producto de algún accidente laboral, o de coche. Su reacción me cogió desprevenida. Se puso a llorar como un niño. Le dije que no se preocupara, que no me lo contase si no quería, que no pasaba nada, que era preguntar por preguntar… No sabía qué decirle.
Pero me lo contó. Y lloró, lloró y lloró. Sentía vergüenza al contármelo, y un dolor tremendo, como si acabara de pasarle hacía unos instantes. “No quiero que lo sepa nadie Charo, bueno, sólo Carmen y tú ¿vale?”. “Vale”.
La historia venía referida a su niñez. Muchos hermanos, y dos de ellos “diferentes”: él y otro más pequeño llamado Javier. Juan Carlos se sabía un poco “retrasado”, y Javier tenía una patología psíquica. Ambos fueron objeto de malos tratos por parte de su padre, que cuando llegaba bebido a casa arremetía contra todos los miembros de la familia, incluida la madre y el resto de los hermanos, pero que se cegaba con ellos. Las cicatrices, la lesión de la cadera eran producto de las palizas recibidas, más él que su hermano porque era él quien defendía y se enfrentaba al padre. Se le ponían los pelos de punta cuando se acordaba de los golpes. Me contó también que cuando sus padres se marchaban de casa, y para que ellos no pudieran escapar, los encerraba horas y horas en una carbonera, un hueco pequeño y sucio donde sólo podían estar agachados y encogidos. Y me contó también la angustia que sentía, el dolor no ya del castigo, sino de que se lo proporcionase su padre, a quien quería a pesar de todo. Y me habló del miedo, del no entender lo que estaba pasando, del llanto de su hermano, del horror al pensar qué pasaría si algo pasaba y sus padres no volvían y ellos se quedaban allí encerrados para siempre…
Alguien debió alertar a los servicios sociales de la situación, y tanto Javier como él, pasaron a residir en un internado de Consejería. Cuando llegaron a los 16 años se vieron en la calle y solos, sin posibilidad de volver a casa, y sin querer hacerlo. Ocultando su pasado, su niñez, como si ellos fuesen los responsables de lo que les había pasado y de lo que habían sufrido.
Juan Carlos no quedó bien de la primera operación de cadera y tuvo que ser operado una segunda. En esta ocasión fue en Gijón. Y allí, en el hospital de Cabueñes, tuvo el inicio el episodio que más feliz le hizo y también el más desgraciado. Conoció a la que durante un tiempo sería su pareja: una mujer mayor que él, separada y madre de un niño, que lo había pasado mal con su marido, y que se sintió querida como nadie por Juan Carlos. Estuvieron viviendo juntos una buena temporada y a él se le veía alegre, contento e ilusionado como nunca lo había estado. Había dejado de beber, había encontrado trabajo y parecía que la cadera estaba bastante mejor. Quería con locura a su compañera y al hijo de ésta como si fuera suyo. Cuando nos venía a visitar irradiaba felicidad por todos los poros y no hacía más que hablarnos de lo bien que se encontraba y de que no se creía que algo tan bueno pudiera pasarle a él.
Luego vinieron los problemas. Supongo que ella se “acostumbró” al amor que Juan Carlos le daba, y que lo que en un principio había sido algo extraordinario en su vida, paso a ser algo cotidiano y por tanto menos apreciable. Se cansó de él. Y acabó dejándolo.
Nos enteramos un día que apareció por el Centro llorando, hundido y queriendo morirse. Por mucho que le dijimos, por mucho que intentamos hacerle ver que la vida continuaba, que podía encontrar a otra persona, no hubo forma de liberarle de la angustia.
No volvió por el Centro. Supimos que andaba bebiendo más que nunca, tirado en la calle. Y aunque le enviábamos mensajes para que volviera a través de otros chicos, aunque le íbamos a buscar y le tratábamos de convencer, no volvimos a verle. Un día nos enteramos de que había muerto al caer de un piso en construcción. Se había suicidado.

BLANCA
Cuando la conocí, lo que más me llamó la atención en ella fue su pelo. Tenía una melena morena, graciosa y abundante, que la daba un atractivo muy especial. No es ninguna jovencita, tendrá ya sus treinta y muchos años, y una personalidad fuerte, llena de matices irónicos. Nunca se suele quejar de nada ni tiene una actitud doliente ante la vida.
Es del barrio. Jamás cuenta a nadie nada de su pasado. Los datos que de ella tenemos son de lo más escuetos. Los justos y precisos, ni uno más. Pero me enteré por otras fuentes que había sido objeto de abusos sexuales por parte de su padre cuando era una niña, y que dichos abusos se habían prolongado hasta su adolescencia.
Se dedicaba, como casi todas las chicas enganchadas a las drogas, a la prostitución. La ejercía como si nada, como si de parar a mirar un escaparate se tratase, y luego a otra cosa… Pero su principal problema venía del consumo del alcohol. El resto de las drogas eran utilizadas como complemento al “menú principal”.
Tuvo varias acogidas en el Centro hace unos años. Luego supimos que había ingresado en prisión y seguimos manteniendo contacto con ella a través de las visitas al Centro Penitenciario. Fue su mejor momento: no consumía, recuperó salud y buen aspecto, y al no haber presencia masculina en su vida parecía gozar de un humor sano y envidiable.
Una vez cumplida la sentencia en la cárcel, vino de nuevo con nosotras. Apareció con una nueva pareja, un chico que era viejo conocido en la casa, buen chaval, pero totalmente alcoholizado. Recuerdo que con él había que saltarse la norma de que nadie se movía de casa hasta haber desayunado y hecho la tarea, porque era necesario abrirle para que marchase a beber y detener así el tembleque tan acusado que tenía en las manos y la desesperación del rostro. Estuvieron juntos una buena temporada, hasta que él se murió con el hígado reventado.
Ella empeoró también. Su piel cambió de color y empezó a tomar los matices morados de los borrachos. Anduvo dando traspiés y al final apareció con un nuevo compañero. Un tío extrañísimo, que apenas hablaba, y que tenía una mirada “de loco” que metía miedo. Era ciertamente muy raro. Muy dominante y muy celoso. Blanca tenía continuas broncas con él, y a veces se venía quejando de que la pegaba. Solían llegar muy borrachos, muy pasados de vueltas, y más de una vez se quedaron fuera por no llegar a la hora. Nos cansamos de decirle a ella que lo dejase, que intentase cambiar un poco el rumbo de su vida, que se parase a pensar y se viese a sí misma. Debimos ser muy pesadas porque algo se consiguió, y ella empezó a ver la necesidad de desembarazarse de aquel individuo. Pero una cosa era ese darse cuenta de lo que tenía que hacer, y otra muy distinta conseguirlo.
Tuvo que ser un incidente espeluznante el que la hizo despertar del sueño: ninguno de los dos estaba acogido en el Centro, justo acababan de cumplir la estancia hacía pocos días. Y una mañana nos pica ella a la puerta toda ensangrentada, llorando, y muerta de miedo. La sangre le salía de alguna parte de la cabeza pero no sabíamos ver de dónde… hasta que pudo hablar y nos lo contó. Habían tenido una de sus frecuentes discusiones, y él, completamente fuera de sí, se había lanzado sobre ella, le había mordido una oreja, le había arrancado parte de ella y después se la había tragado.
Nos quedamos de piedra. Aquello nos parecía de mentira. Pero era verdad, y el hecho palpable era que a Blanca le faltaba casi todo el lóbulo de la oreja y que la tenía en carne viva a causa de la dentellada. Yo no sé si fueron los nervios o qué, pero no sabía si reír ante lo absurdo de la situación, o ponerme a llorar ante la salvajada. Sólo pude decir aquello que luego comentaron tanto el resto de los chicos medio divertidos medio impresionados…: “santo Dios, era lo único que nos faltaba por ver… antropófagos… verdaderos caníbales entre nosotros… a quien se le ocurre… desayunar oreja humana…”.
A Blanca tuvimos que sacarla de Oviedo y medio esconderla para que el caníbal en cuestión no supiese dónde buscarla. A ella le sirvió de terapia de choque la horrorosa experiencia. Su oreja cicatrizó; se le ha quedado reducida a la mínima expresión, eso sí. Y ahora se encuentra en un programa terapéutico recobrando el buen color y la sonrisa.

DIONISIOS
Hace un par de meses regresó a Grecia. Es joven, apenas 24 años que parecen menos por la cara de niño que tiene. Es muy alto, delgado, y ha conseguido hablar muy bien nuestro idioma, pese a que cuando llegó apenas lo hablaba y se pasaba el día con el diccionario en la mano, y preguntándonos por el significado de algunas palabras. Es tímido, reposado, habla poco y sonríe mucho. He llegado a quererle como a un hijo. Y me consta que él, por su parte, ha llegado a tener hacia mí esa mezcla de sentimientos que va desde “el enamoramiento adolescente de la profe” hasta el cariño de “la madre sustituta”. Creo que nos caímos bien enseguida. Y creo también, que ese rápido aprendizaje del idioma se debió a la tremenda necesidad que tenía de hablarme y de contarme cosas, de decirme lo que fuera con tal de que le dedicara tiempo.
Su historia con las drogas se remontaba a pocos años atrás. Se había enganchado cuando se tuvo que ir a la guerra de Croacia reclutado por las fuerzas de la OTAN. Le había pillado la historia cumpliendo el servicio militar. Y aunque eran labores de pacificación y ayuda lo que iban a prestar, lo que vio allí le marcó. Conoció el miedo, vio la guerra de cerca, supo a qué huelen los muertos, y vivió la incertidumbre de que uno de ellos podría ser cualquier día él. Me contó que la heroína circulaba alegremente entre los soldados, que se conseguía de forma fácil y que no era cara. Cuando le enviaron de nuevo a casa, llegó con los ojos llenos de imágenes desoladoras y con una dependencia a las drogas importante.
Su familia decidió su ingreso en una comunidad terapéutica cansados de sus continuas “hazañas” y de los constantes disgustos que les ocasionaba. Se decidió a realizar un programa de desintoxicación y tratamiento cuando no le quedó más remedio, porque era la cárcel o eso. Entró en contacto con Reto allí en Grecia, y se decidió que lo mejor era alejarle lo más posible del ambiente que le rodeaba. Le enviaron para uno de sus centros en España, y acabó aterrizando en Asturias.
En Reto estuvo apenas un mes, y luego decidió marchar cansado “del rollo religioso” que tenían, y porque, además, apenas se entendía con ellos a causa del idioma. Ni quería. Deambuló por los albergues durante unas semanas, y desde uno de ellos nos lo derivaron para acogida.
En un principio quería ponerse en contacto con su familia para volver a Grecia. Su madre no quería que marchase de aquí sin hacer un programa terapéutico, que era a lo que le habían enviado. No quería verse de nuevo con él allí, en la misma situación que antes de marchar.
Recuerdo que estuve hablando con él casi toda una tarde, con la sempiterna presencia del diccionario, para decirle que era él quien decidía, que en el Centro podía estar quincenas alternas si por lo que se decantaba era por el consumo, y que le asegurábamos la permanencia si lo que al fin decidía era el ingreso en programa. Le di unos días de margen para que lo pensase. Durante esos días se me acercaba con frecuencia a preguntarme que quería yo que él hiciese. Mi respuesta era siempre la misma. “No importa lo que yo quiero, sino lo que quieres tu. Tú eres quien debe decidir. Yo te voy a querer igual sea lo que sea lo que al final hagas”. Y él volvía a la carga… “¿pero no te gustaría más que hiciese un programa?”. Y yo a lo mío… “Me gustas de todas formas. Te voy a querer lo mismo. Decides tu”. Luego se quedaba callado. Me sonreía. Me cogía de la mano. Se pasaba el día detrás de mi como si de mi sombra se tratase. Y a la mínima oportunidad, cuando me veía sola en el despacho, se asomaba para preguntarme si le quería. “Claro que te quiero. Mucho”. Luego fue perdiendo la vergüenza y le preocupaba poco que al hacerme la pregunta estuviese alguien en el despacho. Le encantaba que, pese a la presencia de otros, mi respuesta no variase.
Se decidió por la comunidad terapéutica. Hizo grandes progresos con el castellano. Y nos encandiló a todos con su carácter suave, tranquilo y agradable. Siempre sonreía. Hasta el ingreso en Comunidad estuvo en el Centro cerca de dos meses. Cuando llegó el momento no quería irse. Bueno, es más correcto decir que sí quería irse, pero quería llevarnos a todas con él. Su mayor preocupación entonces era que no fuésemos a visitarlo, que nos olvidáramos de él.
Nos costó la despedida. Pero fuimos a verle, fui a visitarle al hospital cuando tuvo que operarse de una pierna que ya tenía operada por un accidente de coche, y de la que tuvo que operarse de nuevo a causa de una mala caída al resbalar en el suelo húmedo de la cocina de la comunidad.
Y consiguió acabar el programa. La rehabilitación decidieron que era mejor que la hiciese en Grecia, y los días que tuvo que esperar por el vuelo los pasó con nosotras de nuevo. Fue una alegría recuperarle de nuevo.
Se marchó con tristeza. Quería que me fuese con él. Que mis vacaciones las pasase siempre allí, en Grecia… Le costaba soltar amarras.
Me llamó nada más llegar a Salónica, para decirme que el viaje lo había hecho bien, que ya se encontraba en compañía de su padre, y que no nos iba a olvidar nunca. Se me quedó el alma con un sentimiento agridulce… Estaba contenta, pero los ojos los tenía húmedos.


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